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Amigo desconocido


 
Mi habitación está en un segundo piso. No es grande ni chica; es de un tamaño considerable. Tengo una ventana con vista a la calle, y mi escritorio está ubicado de tal manera que, cuando me siento a estudiar, escribir o revisar mis correos en la laptop, puedo ver a través de ella, los dos edificios de enfrente. Uno de ellos es de cinco pisos, el otro solamente de tres.
En el segundo piso del edificio más pequeño, vivía antes una pareja de hippies. No tenían una ventana; tenían un ventanal, al cual, por cierto, jamás se preocuparon por ponerle una cortina. Tal vez por tacañería, desidia o simplemente impudicia. Quién sabe.
El hombre era gordo, ojeroso, barbón, y tenía el cabello grasiento y largo hasta los hombros. Su mujer era delgada, pero caderona; blanca, casi pálida y con el cabello lacio y negro; muy parecido al de pocahontas.
A pesar de no tener cortinas, les gustaba pasear desnudos por todo su departamento; debe ser que se sentían más “libres”. La mujer se estiraba todas las mañanas frente al ventanal; desnuda. Mientras que él, sentado en una silla de madera, ubicada también frente al ventanal, leía el periódico; desnudo. Todos los días hacían lo mismo, esa era su rutina, y casi nunca salían del edificio.

Hace meses que no los veo, supongo que se habrán mudado. Ya no sé quién o quienes vivirán ahí, pero casi siempre hay una luz prendida hasta la una o dos de la madrugada.  
Hace un buen tiempo quise indagar un poco para saber quiénes eran los que estaban habitando el antiguo hogar de la liberal pareja, sin embargo, algo llamó más mi atención. En el departamento del costado, había otro nuevo vecino. Lo supe porque en ese último piso no vivía antes nadie, pero ahora, había un hombre que se asomaba por la ventana a cada instante.
Ese mismo día tomé mi cámara, hice zoom, y la apunté hacia el nuevo vecino para poderlo ver mejor. Estaba con los brazos estirados y las manos apoyadas sobre el muro de la parte baja de la ventana mirando de un lado a otro, pero cuando se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo, se fijó solo en mí. Suavemente levantó la mano derecha e hizo una señal de saludo. Yo, tímida y avergonzada, encogí los hombros y sonreí. Y es así como desde ese día, él y yo, empezamos una especie de “amistad entre personas desconocidas que, posiblemente, jamás en la vida se hablarán”.
Casi todos los días, mayormente en las mañanas, escribo. Mi vecino lo sabe. Le gusta pararse frente a su ventana y quedarse ahí para observarme mientras lo hago. Yo me hago la despistada, la que no se da cuenta. Por momentos me gusta mirarlo de reojo y ver si ya se fue., pero él se queda quieto en el mismo lugar, con las piernas juntas y los brazos cruzados, sin dar ni un solo paso más. A veces suelo demorarme mucho, y él se va, pero casi alrededor de media hora, otra vez regresa.
Hemos comido juntos un par de veces. Juntos pero separados. Yo llevaba mi plato de comida a la habitación y me sentaba sobre mi cama mirando a la ventana. Mi vecino hacía lo mismo, pero de pié. Nos mirábamos una que otra vez, pero intentando que el otro no se dé cuenta. Cuando yo terminaba, movía la cabeza como queriendo decir “gracias”, y me retiraba. No sé qué agradecía, quizá su compañía, ya que yo siempre he estado acostumbrada a comer sola. Es más, de repente él también necesitaba que alguien lo acompañara por un momento, así que me alegra haberlo hecho y le agradecería nuevamente por compartir conmigo, una misma necesidad.
En las noches él ve televisión; yo estudio o vuelvo a escribir. Algunas veces, cuando ya se va a dormir, o por lo menos eso es lo que creo, se asoma por la ventana y espera a que yo lo vea. Lo sé porque varias veces no le he hecho caso y se queda esperando. Así que, una vez que se despide con la mirada, apaga la luz, cierra la cortina, y desaparece hasta el día siguiente.
Hay días en que me gusta ponerme a bailar y cantar como loca; es una forma de liberar mi energía. Con el micro en la mano empiezo a simular que estoy en un pequeño escenario, y ahí es cuando mi vecino asoma la cabeza y me mira detenidamente. En esos momentos no me tomo la molestia de observarlo más de una vez, yo solo disfruto mi momento.

Hace dos semanas, yo estaba dando uno de mis típicos conciertos, pero esta vez era distinto, lo hice con más coreografía. Como siempre, apareció mi vecino, y después, se asomaron por otras ventanas los demás vecinos de todo el edificio. Fue muy extraño. No sabía si yo le había subido mucho el volumen a mis parlantes y por eso se dieron cuenta, o porque él (mi vecino) le pasó la voz a todos. Me reí y los miré. Ellos me saludaron amablemente y esperaron a que yo siga con mi show, pero yo no pude, me dio vergüenza.
Al día siguiente, y casi a la misma hora, unos cuantos se volvieron a asomar por sus ventanas. Para su “mala suerte”, yo no estaba con las mismas ganas del día anterior; me sentía un poco triste.
Caminaba de aquí para allá dentro de mi habitación. Esperaba algo, una cosita pequeña, cualquier minucia que me pudiera reanimar, pero no había nada, solo mi vecino observándome. Me senté sobre la cama, y lo miré. Estuvimos así durante casi veinte minutos; solo intercambiando miradas. Y únicamente bastó eso, para poder sentirme mejor. Estaba más relajada, tranquila, serena; como por arte de magia.
Quién iba pensarlo, mi vecino, al cual no conozco ni sé su nombre, ahora es uno de mis “amigos”.
Sé que nunca le hablaré, porque no quiero. Sería conocerlo más allá de lo poco que he conocido hasta ahora, y yo no necesito saber más. Me siento bien siendo su vecina, que él sea el mío, y al mismo tiempo, mi amigo desconocido.

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