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Viajando en combi


La otra vez tuve que regresar de la universidad a mi casa en combi.
Para los que no saben qué es eso; combi es un pequeño bus que transporta a pasajeros de un lugar a otro, y cada uno de estos vehículos tiene distintas rutas. Estos transportes paran en ciertos lugares o “esquinas” para poder recoger a más gente y que otras personas al mismo tiempo se vayan bajando. Finalmente, el precio de estos pequeños viajes en combi resulta siendo sumamente barato a diferencia de lo que tendríamos que pagar si nos movilizáramos en taxi.
Como seguía diciendo, tuve que regresarme en combi. Sí, tuve, porque yo no quería. Nunca me ha gustado subirme sola a una de estas, me da miedo, y no sé por qué. Toda la vida me acostumbré a ir a cualquier lugar en taxi, o simplemente caminando, pero jamás en combi. Y eso está mal. Porque por esa cobardía, cada vez que no tengo dinero y sé que debo subirme a una, me preparo mentalmente minutos antes y una vez que estoy ahí dentro, viajo con temor, como si fuera turista, alguien que no sabe a dónde está yendo y alguien a la que todos miran como si fuera un extraterrestre.

Pero esta vez fue distinto. Estaba en el paradero, esperando a que llegara la combi con la que debía irme a casa. Veinte minutos después, el tiempo suficiente para poder mentalizarme, por fin apareció. Habían solo siete personas dentro. Una señora con una niña al lado (supuse que era su hija), una pareja de ancianos, un joven en terno, el cobrador, y el chofer. Entonces, me acordé lo que hace tiempo me dijo una amiga:
“No te subas nunca a una combi que este vacía o hayan puros hombres. Y si antes de subirte, el cobrador te mira con ojos de “tentación” o te lanza algún piropo, tampoco te subas”
El cobrador tenía cara de buena gente, no me lanzó ningún piropo, ni nada. No estaba vacía, y tampoco habían únicamente hombres, así que antes de que la combi se vaya sin mí, me subí.
Me senté en un asiento, valga la redundancia, para solamente una persona, es decir, no tienes que tener a alguien al lado. En la penúltima fila antes de llegar al fondo y pegada a las grandes ventanas de la mano derecha. Saqué mi ipod con cuidado, puse reproducir y activar repetición en la canción “Good Life de OneRepublic”, me puse los audífonos, subí el volumen al máximo y lo volví a esconder dentro de mi cartera. Verifiqué que esta esté bien cerrada, la abracé fuertemente contra mi pecho como si tuviera miedo que alguien me la quite, y crucé las piernas.
Me gustaba mirar a través de la ventana las calles opacadas por la neblina; la gente subiendo el cierre de sus casacas hasta cubrirse la boca; niños con polos de manga larga, estirando aún más estas para poder abrigarse también las manos; y algunos perros durmiendo dentro de pequeñas tiendas que resultaban más cómodas que una vereda fría y húmeda.
Poco a poco fueron subiendo más pasajeros hasta llenar completamente la combi.  Todos los asientos ya estaban ocupados, así que algunas personas tenían que viajar paradas. No importaba cuanta gente estaba de pie, el cobrador seguía recogiendo más y más.
A mí me tenían apretada contra la ventana. Las piernas se me estaban adormeciendo por tenerlas cruzadas tanto tiempo, pero no podía moverme ni un poco, estaba demasiado apretada, sin exagerar.
Una señora, algo robusta, que estaba atrás mío, gritó “¡Banco Baja!”. No lo podía creer. ¿Cómo iba a salir de ahí con tantas personas dentro? No sé cómo lo hizo, pero lo logró. Fue divertido ver cómo la gente se arrimaba y se tiraban unos encima de otros para que la señora pueda llegar hasta la puerta, pero no fue divertido tener que ver por un momento un enorme trasero tan cerca a mi cara. Fue muy incómodo.

Más adelante bajaron unos cuantos pasajeros más, y así sucesivamente. La combi por fin se veía un poco más decente, y yo ya podía estirar después de un buen tiempo, mis pobres piernas.
Solo habían dos personas paradas. Un chico y una chica. Todo estaba tranquilo, ya no subía ni bajaba nadie, de pronto subió una vendedora con una gran caja entre las manos repleta de golosinas, y lo más curioso era que, todo lo que ofrecía, empezaba con “ch”: “¡Chicle, chupetín, chocolate, charada, chizito, cheestres, chocman, chocosoda!”. Y así ofrecía sus dulces una y otra vez. Por simple curiosidad, llamé a la señora y le pregunté: “Disculpe ¿No tendrá caramelitos de limón?” a lo cual ella, muy tenaz, me respondió: “No señorita, pero tengo caramelitos de CHicha”. Me cagó. Sin embargo, me cayó muy bien, así que le compré cinco de sus caramelos de chicha.
En la siguiente esquina se bajaron la vendedora y un par de pasajeros. Más adelante subieron cinco personas más, los cuales tuvieron que estar de pié. Uno de ellos se puso a mi costado. No le pude ver bien la cara, pero por las manos algo toscas, la forma de vestirse, y el cabello castaño claro y ligeramente canoso, deduje que era un señor de unos cuarenta años masomenos.
A su costado había un emo, o eso pensé por lo menos. Llevaba la capucha de su casaca negra puesta sobre su cabeza. Con los dos brazos estirados se sujetaba del barandal, y su cara la apoyaba cerca a su hombro dejando al descubierto solamente los ojos. Su mirada la dirigía hacia mí, y yo no la evadí. Observaba sus ojos grandes y negros; tenía ojeras y parecía deprimido. No dejaba de mirarme, pero yo sí lo dejé de hacer. Voltee hacia atrás y vi a los que estaban sentados en la última fila. Todos, absolutamente todos, estaban concentrados en sus celulares. Fue increíble ver a tanta gente haciendo lo mismo. Volví a voltear y el emo seguía mirándome.
Se bajaron bastantes personas, y ya faltaba poco para que yo también me baje. Así que me paré y me quedé de pié junto a uno de los asientos de adelante. Pude ver mejor al señor que había estado parado a mi costado y me di cuenta que era un poco más joven de lo que me imaginé; y era simpático, muy simpático.
El chico que pensé que era emo tenía debajo de su casaca un polo con rayas rojas y blancas, por lo tanto descarté la percepción que tuve de él.
Llegamos a donde me tenía que bajar, y me dio un poco de pena; la había pasado literalmente bien. Voltee a mirar a todos los pasajeros y les hice una ligera sonrisa. La mayoría me miró con cara rara, pero no me importó, era una forma de agradecerle  a todos lo agradable e interesante que había sido viajar en combi. Me di media vuelta, le pagué al cobrador, y de paso le di los caramelos de chica que llevaba en el bolsillo. El me miró y me sonrió. Se abrió la puerta, él bajó primero, y muy caballerosamente me estiró la mano para ayudarme a bajar. Subió nuevamente a la combi y esta se marchó rápidamente hasta desaparecer completamente de mi vista.

3 comentarios:

  1. has hecho de un viaje en combi algo peculiar e interesante .Curioso en verdad y sí muchas de las cosas que escribes suceden a diario aunque a veces tambien hay mala suerte en subirse en las famosas "combis asesinas! que corren como si los persiguiera un policia pero te falto ver algo jaja, tal vez no en esta oportunidad , pero para muchas personas la combi es su segunda cama van durmiendo por lo agitada que es la vida en lima , es mas a veces lo hago y genial me paso del paradero que tengo que bajar jaja. Muy buen post y bueno el gesto con el cobrador que no todos son iguales

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  2. Como viaje anecdotico esta bien ameno, pero para los que es nuestro transporte diario es una pesadilla esas "combis Asesinas" espero que desaparezcan pronto sorry...

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  3. Woow. Me ha gustado mucho lo que escribiste... Yo viajo a diario a combi, mi miedo es que me asalten... muchas veces veo a todos los pasajeros como "los malos del cuento"...

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